Hasta siempre, Eucario

Por Santiago Arconada
aporrea.org

En la mañana del sábado doce de noviembre del presente año 2016, en Ciudad Bolívar, Eucario García Rivas resolvió su existencia y se fue. Un joven de setenta años, a quien la vida le jugó la gracia de una serie espaciada de accidentes cerebro vasculares, uno primero, del que salió con paso firme y voz serena a recibir el Doctorado Honoris Causa de la Universidad Nacional Experimental Simón Rodríguez, y cuyo discurso de aceptación fue cantarnos, acompañándose con el cuatro, una de la muchas Nanas que compuso para dormir a sus hijas e hijos; otro después, que lo dejó de un poquitico tal, que él, con la intermitente lucidez que demostraba, no se aceptaba en lo más mínimo. Se resistía a comer como quien dijera algo. Se resistía a comer lúcidamente. Era como si le dijera a los accidentes cerebro vasculares: “…ustedes podrán desmembrarme, pero yo todavía puedo salir volando…” y se fue volando para no estar más en ese cuerpo que le molestaba, que le impedía en vez de facilitarle, como lo había hecho hasta el presente, seguir sirviendo.

Llegamos en la mañanita del domingo 13 al terminal de autobuses de Ciudad Bolívar. Darío y Henry nos esperaban para llevarnos a la casa. Abundaron los comentarios de siempre sobre la insoportable levedad del ser, o el aún más concurrido de ¡qué vaina, carajo, qué vaina!

En la casa nos esperaba el dolor crudo de la reciente ausencia. Ese que ni siquiera sabe decir su nombre sino que es un puro ayayai mi padre, ayayai mi hermano, ayayai mi amigo, ayayai mi maestro. Nos recompusimos, dejamos maletas, bolsos y morrales, y para la funeraria. Había que toparse de tú a tú con la muerte, con el cuerpo, con el rostro.

No había energía eléctrica en el sector donde estaba la funeraria. Una vela colocada sobre el vidrio de la urna iluminaba el serio y serenísimo rostro de Eucario quien pareció decirme: “ponte las pilas, que uno no se muere todos los días”. Así fue en verdad.

Aquel Domingo 13 de noviembre, en aquella funeraria sin aire acondicionado y sin ventanas, una Ciudad Bolívar de poesía y narrativa, de música, corales infantiles y formación humana, se volcó sobre el féretro de ese campesino, obrero, maestro, músico y poeta que nuca dejó de ser Eucario, para decirle que lo amaba intensamente, y que le sería difícil proseguir tras la pérdida del motor de entusiasmo y participación que su presencia significaba.

Destaco la presencia doliente de las diversas generaciones de “La Barca de Oro”, la página dominical de literatura infantil que, en el diario “El Progreso”, inspiraba y dirigía Eucario, y que imprimió una huella indeleble en el acontecer cultural de la ciudad. Muy significativa fue la reiterada mención a “La Barca de Oro” como esa barca en la que cabíamos todos, en la que todos teníamos derecho a intentar publicar un poema, una canción, una ilusión, un sueño. Espacio que congregaba, que incluía, que recibía, que proyectaba a quienes quisieran incorporarse, o mejor dicho, navegar en él.

Destaco la presencia solidaria de sus co-talleristas en el taller de estudio y creación “Porche literario”, llamado así porque se fundó en el porche de su casa, en la Calle 13 del barrio El Perú, aunque en su constante y sistemático desarrollo llegó a sesionar en la Casa de la Cultura, en pleno Casco Histórico de Angostura, a donde, en cierta afortunada ocasión, Eucario me invitó. De sus compañeros y compañeras en la pasión por la literatura recibimos una estremecedora, por lo parca, comedida y exacta, lectura del “Credo” de Aquiles Nazoa, que inundó con llanto nuestros más firmes propósitos de serenidad, y la presencia constante, desde el Domingo en la mañana hasta el lunes 14, pasado el mediodía, cuando lo sembramos en la tierra en la que Bolívar fundó el sueño de la Patria Grande, de las maracas magistrales del Sr. Juan de Dios Campos, de punta en blanco, quien ejecutó para Eucario nuestro más ancestral instrumento con un “sentido, entendimiento y razón” sorprendentes.

Destaco la presencia de sus compañeros y compañeras de trabajo en la Dirección de Cultura y en la Red de Bibliotecas Públicas, porque se sentía que estaban llorando a lo que se llama, en toda la extensión de la palabra, un compañero de trabajo, un compañero de lucha.

Cantamos mucho. Hasta bastante tarde en la funeraria y hasta la madrugada en su casa. Teníamos que ejercitarnos para el lunes 14, día de su siembra.

Se tenía previsto un recorrido de la funeraria a su puesto de trabajo en la Biblioteca Pública de Ciudad Bolívar en el Casco Histórico. De allí a su casa en el Barrio El Perú y de allí al cementerio. Así se llevó a cabo. Al llegar a la Biblioteca de Ciudad Bolívar en el Casco Histórico, nos recibió en la puerta una coral de niñas cantando el clásico aguinaldo guayanés “La barca de oro” que tuvo la virtud de derrotar todas nuestras firmezas. Dirigidas y acompañadas en el cuatro por el Sr. Raúl, aquellas niñas le decían a Eucario que descansara en paz, que había Barca de Oro para rato. Pero cuando el Sr. Raúl entonó “El grillito saltarín” se desbordó en lágrimas el reconocimiento a ese músico del pueblo que ya era múltiple y diversamente interpretado. Que ya era un reconocido músico popular venezolano, de la estirpe de Luis Mariano Rivera.

En su barrio, al frente de su casa lo esperaba la Banda de Música de la Universidad Nacional Experimental Simón Rodríguez, quienes, tras su primera interpretación, presentaron los saludos del cuerpo rectoral de la que había sido su Alma Mater, así como las condolencias de los propios músicos, quienes se sentían despidiendo a un hermano.

Hubo varios testimonios de dolor vecinal y, a petición de su hijo José Miguel, a quien le había comentado que del mismo modo que yo no conocía al Eucario de Ciudad Bolívar, los de Ciudad Bolívar no sabían nada del Eucario de Caracas, rehice para los presentes, el relato del Eucario que ellos no conocían. El Eucario que, en Caracas, desde finales de los sesentas a finales de los ochentas, durante la que estaba constituyéndose como su formación política, insurgió contra la explotación capitalista organizando núcleos de trabajadores, sindicatos obreros, equipos organizados de educadores. Fue de los primeros facilitadores de la educación a distancia en el Instituto Radiofónico Fé y Alegría, en una palabra, constructor fecundo y eficiente del movimiento popular venezolano. Recordé al participante y constructor de diverso tipo de iniciativas políticas, como el bienamado grupúsculo conocido como Proceso Político, donde militamos. Al maestro de su propio proceso, al autodidacta, al incansable lector. Al mágico habitante de aquél rancho con biblioteca, en el pleno corazón del Barrio Santa Ana, comarca de Carapita, parroquia de Antímano, a quien todos reconocemos por unanimidad, como alma, vida y corazón del Movimiento Artístico La Esquina del Callejón.

Allí, con sus vecinos como testigos de excepción de aquella vida de austeridad y sacrificio, de entrega total a la causa del pueblo, Eucario García Rivas, recibió el título más escaso en nuestro momento presente: el de incorruptible.

Se hizo pasar el féretro hasta el porche de la que fue y es casa abierta al pueblo de Guayana, cosa que le permitió a Carmen Suárez Reyes, su esposa de toda la vida, encontrar la intimidad necesaria para deshacerse en el dolor que el impersonal espacio de la funeraria inhibía. Después el himno nacional, para que su barrio terminara de darse cuenta de que era verdad, que Eucario se estaba yendo hacia su última morada, y una interpretación, por parte de la Banda de Música de la UNESR, del merengue “La melcocha”, obra de su autoría, que al conjuro de “encógela, encógela, estírala, estírala” nos amelcochó el corazón hasta más allá de las lágrimas.

Del momento de la siembra diré que coreamos con fe que Eucario vive y vive, la lucha sigue y sigue.

De regreso a la casa, el inmenso familión reunido produjo el sancocho constitucional que se impone en esas circunstancias. Tras reponer las fuerzas con aquella sustanciosa, sabiamente condimentada como para hipertensos, sabrosa y abundante sopa, nos dieron muchísimas más ganas de cantar y decidimos darle una serenata a Carmen. Cantamos desde “Oiga compadre Pancho” hasta “Dámele betún”, pasando por “Me estaba contando Juana”, y por “Carmen la que contaba dieciséis años”, por supuesto. Pero cuando llegamos a “Yolanda”, a la que, obviamente, íbamos a cambiar por Carmen al llegar el momento de nombrar el nombre de la madre, nos pasó que en el momento en el que la letra dice que “…a veces sé que necesito tu mano…” le levantamos todos la mano a Carmen para que sintiera nuestra solidaridad en esa responsabilidad tan grande que la vida le ha impuesto como es la de sostener con “su mano” el vergel de sueños y proyectos de ese gentío que la llama mamá, abuela, bisabuela, en fin; que fue un momento muy hermoso, musicalmente muy afinado en su polifonía.

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