Por Boaventura de Sousa Santos *
Los violentos disturbios ocurridos en Inglaterra no deben ser vistos como
un fenómeno aislado. Son un perturbador signo de los tiempos. Sin darse
cuenta, las sociedades contemporáneas están generando un combustible
altamente inflamable que fluye en los subsuelos de la vida colectiva.
Cuando llegan a la superficie pueden provocar un incendio social de
proporciones inimaginables. Se trata de un combustible constituido por la
mixtura de cuatro componentes: la promoción conjunta de la desigualdad
social y del individualismo, la mercantilización de la vida individual y
colectiva, la práctica del racismo en nombre de la tolerancia y el
secuestro de la democracia por elites privilegiadas, con la consiguiente
transformación de la política en la administración del robo “legal” a los
ciudadanos y del malestar que provoca. Cada uno de estos componentes tiene
una contradicción interna: cuando se superponen, cualquier incidente puede
provocar una explosión.
– Desigualdad e individualismo. Con el neoliberalismo, el aumento brutal
de la desigualdad social dejó de ser un problema para pasar a ser una
solución. La ostentación de los ricos y los multimillonarios se transformó
en la prueba del éxito de un modelo social que sólo deja miseria para la
inmensa mayoría de los ciudadanos, supuestamente porque éstos no se
esfuerzan lo suficiente como para tener éxito. Esto sólo fue posible con
la conversión del individualismo en un valor absoluto, el cual,
paradójicamente, sólo puede ser experimentado como una utopía de la
igualdad, la posibilidad de que todos prescindan por igual de la
solidaridad social, sea como sus agentes, sea como sus beneficiarios. Para
el individuo así concebido, la desigualdad únicamente es un problema
cuando le es adversa y, cuando eso sucede, nunca es reconocida como
merecida.
– Mercantilización de la vida. La sociedad de consumo consiste en la
sustitución de las relaciones entre personas por las relaciones entre
personas y cosas. Los objetos de consumo dejan de satisfacer necesidades
para crearlas incesantemente y la inversión personal en ellos es tan
intensa cuando se tiene como cuando no se tiene. Los centros comerciales
son la visión espectral de una red de relaciones sociales que empieza y
termina en los objetos. El capital, con su infinita sed de lucro, ha
llegado a someter a la lógica mercantil bienes que siempre pensamos que
eran demasiado comunes (el agua y el aire) o demasiado personales (la
intimidad y las convicciones políticas) para ser intercambiados en el
mercado. Entre creer que el dinero media todo y creer que se puede hacer
todo para obtenerlo hay un paso mucho menor de lo que se piensa. Los
poderosos dan ese paso todos los días sin que nada les pase. Los
desposeídos, que piensan que pueden hacer lo mismo, terminan en las
cárceles.
– El racismo de la tolerancia. Los disturbios en Inglaterra comenzaron con
una dimensión racial. Lo mismo sucedió en 1981 y en los disturbios que
sacudieron Francia en 2005. No es una coincidencia: son irrupciones de la
sociabilidad colonial que continúa dominando nuestras sociedades, décadas
después del fin del colonialismo político. El racismo es apenas un
componente, ya que en todos los disturbios mencionados participaron
jóvenes de diversos grupos étnicos. Pero es importante, porque reúne a la
exclusión social con un elemento de insondable corrosión de la autoestima,
la inferioridad del ser agravada por la inferioridad del tener. En
nuestras ciudades, un joven negro vive cotidianamente bajo una sospecha
social que existe independientemente de lo que él o ella sea o haga. Y
esta sospecha es mucho más virulenta cuando se produce en una sociedad
distraída por las políticas oficiales de lucha contra la discriminación y
por la fachada del multiculturalismo y la benevolencia de la tolerancia.
– El secuestro de la democracia. ¿Qué comparten los disturbios en
Inglaterra y la destrucción del bienestar de los ciudadanos provocada por
las políticas de austeridad dirigidas por las agencias calificadoras y los
mercados financieros? Ambos son signos de las extremas limitaciones del
orden democrático. Los jóvenes rebeldes cometieron delitos, pero no
estamos frente a “pura y simple” delincuencia, como afirmó el primer
ministro David Cameron. Estamos frente a una denuncia política violenta de
un modelo social y político que tiene recursos para rescatar a los bancos
y no los tiene para rescatar a los jóvenes de una vida de espera sin
esperanza, de la pesadilla de una educación cada vez más cara e
irrelevante dado el aumento del desempleo, del completo abandono en
comunidades que las políticas públicas antisociales transformaron en
campos de entrenamiento de la rabia, la anomia y la rebelión.
Entre el poder neoliberal instalado y los rebeldes urbanos hay una
simetría perturbadora. La indiferencia social, la arrogancia, la
distribución injusta de los sacrificios están sembrando el caos, la
violencia y el miedo, y quienes están realizando esa siembra van a decir
mañana, genuinamente ofendidos, que lo que ellos sembraron nada tenía que
ver con el caos, la violencia y el miedo instalados en las calles de
nuestras ciudades. Los que promueven el desorden están en el poder y
pronto podrían ser imitados por aquellos que no tienen poder para ponerlos
en orden.
* Doctor en Sociología del Derecho; profesor de las universidades de
Coimbra (Portugal) y de Wisconsin (EE.UU.).
Traducción: Javier Lorca.